sábado, 13 de junio de 2009

Magia.

Allí estabas de nuevo, tentándome, y yo no podía o no quería resistirme a tu fascinación. "Siente la diferencia", me decías, y te tomé en mis manos. Tu tenue fragancia invadió mi espacio, y con deleite dejé que recorrieras todo mi cuerpo con la suave blancura de tu fluidez.
Mis veinte años dormidos se alzaron impetuosos y corrí de cara al viento, el largo pelo suelto, ondeante, oscuro y salvaje... desafiante.
La falda vaporosa se alzaba impúdica, el corpiño ciñéndome el busto con pequeñas rosas de encaje, mis brazos torneados, adornados, suaves; mis pies coquetos, calzados con altas sandalias que sonaban sobre el pavimento.
Llené de mi seguridad la plaza del pueblo, y al pasar por sus veredas rostros admirados se volvían a verme porque la belleza de mi sonrisa era contagiante.
Y así ataviada dancé, di vueltas sobre mí misma oyendo una orquesta que tocaba en mi honor. La luna me acariciaba con delicadeza para no molestarme. La acera se suavizaba para mis pies.
El ímpetu enérgico de mi juventud, abriéndose camino al verme linda, con mi traje azul de rosas y el hormigueo de mi corazón feliz, cubrió las calles con su brillante luz.
Multitud de estrellas me guiñaron los ojos. Allí estaba mi príncipe esperándome. Le permití tomarme de la mano para guiarme entre la gente. Y oí el Danubio Azul.
Me moví con agilidad. Él tomó mi pequeña cintura y bajo las luces artificiales de la plaza transcurrieron las horas sin sentir.
Casi en la madrugada comenzaron a caer las hojas, inesperadamente secas. El suelo se cubrió de su follaje muerto y supe que pronto saldría el sol para disipar la suavidad de tu fluidez.
Lo sentí primero en los brazos, en las arrugas de las manos y luego en los pies cansados. Supe que también estaba en el pelo, en la cara, en todo el cuerpo.
Entonces quise asirme a tí de nuevo pero te había dejado sobre la cama, entre las sábanas, bajo las almohadas.
Y salió el sol con fuerza, arrasando con tu pálida tersura, con el aroma de tu calidez. Sentí el peso de los años engrosando mi cintura. Ví encorvarse dolorosamente mi espalda y ansié de nuevo lo cremoso de tu textura para mojar mi piel.
Los escalones de la plaza vieron entonces desaparecer el hermoso traje que me cubría y mostré al mundo todo el cuerpo marchito y seco de la desesperanza.